Por Graciela Ramirez
Esa mañana, había vendido todo a pesar de la lluvia. Después del mediodía, sin nada en la canasta, se quedó hablando con un remisero de la parada ubicada en la entrada del hospital. Ese hospital en donde lo recibió Santa Evita hace 25 años, cuando decidió venir a este mundo.
Distraído por la conversación no reparó en un cartel que alguien había colgado de la reja verde de entrada, sobre la calle Río de Janeiro. Un grupo de gente ya se había juntado alrededor cuando Diego se acercó y leyó, en un pedazo de cartón escrito en letras azules con aerosol: “NACIÓ ACÁ, carajo”. Esa era la confirmación de lo que más temprano había escuchado al pasar y no quiso creer.
El Diego, que como él y casi todos los pibes y pibas de Fiorito, había nacido en el “Evita”, acababa de morir. Con la misma perplejidad de todos los demás, se quedó mudo mirando ese recordatorio de vida, que paradójicamente, como la frase de Nietzsche anunciaba: “DIOS HA MUERTO”.
Después de unos minutos se subió a la bicicleta y volvió al barrio. En el camino se cruzó con Juan, un vecino. Se miraron y se mantuvieron en un profundo abrazo, como cuando era chico, hasta que se le cayeron las primeras lágrimas. El hombre, era el padre del Chapa su amigo de la infancia que hacía un par de años, mientras tomaba una cerveza en la puerta de su casa recibió un balazo en el pecho, producto de un enfrentamiento que mantenían los integrantes de dos vehículos que, en la carrera casi se suben a la vereda donde él se encontraba con unos amigos.
Antes de separarse cruzaron algunas palabras después, continuó caminando hasta su casa.
Se había quedado sin palabras mientras los recuerdos bailaban en su cabeza. Abrió la puerta, entró en penumbras a la cocina que estaba en silencio, y sintió que el miedo y la soledad otra vez lo acompañarían en el ritual del mate que había preparado como un autómata, mientras miraba la foto del 10 que alguien hizo encuadrar para ser colgada en la pared, donde la humedad dibujaba figuras caprichosas.
Con los ojos humedecidos y ese ardor que les queda después de haber llorado, recordó nítidamente, las caminatas que a veces bajo el sol, otras, muerto de frío hacía junto a su vieja los días que jugaban de visitante. La vio empujando el cochecito usado, donde viajaba su hermano menor. Porque a las prácticas en el club del barrio iba con el Chapa y los demás pibes caminando, pero, para ir a jugar a otras canchas había que rebuscárselas.
Para él como para tantos pibes de las barriadas pobres de nuestro conurbano, el fútbol era la manera de escaparle al desamparo. Y la esperanza para gambetearle a la pobreza.
Más de una vez, el uniforme del equipo, las zapatillas y las medias que se habían conseguido con la organización de una rifa o a través de una donación, se convertían por amor o por necesidad, en la única ropa con la que vestirse.
Al encender un cigarrillo, se le dibujó una sonrisa, cerró los ojos mientras escuchaba decir su nombre a Beto, aquel locutor improvisado que anunciaba el premio al mejor jugador de la temporada.
Era la fiesta de fin de año organizada por el club.
Se vio parado en el medio de un escenario iluminado con luces de colores, de las que se ponen para las fiestas, rodeado por mesas donde se ubicaban los asistentes, que eran los vecinos y vecinas de siempre, pero producidos como para la entrega del Botín de Oro.
Desde ahí arriba, con el trofeo levantado en sus dos manos saludó hacia donde estaba su familia que lo aplaudió y cantó su nombre: Olé, Olé, Olé, Olé, Diegooo, Diegooo.
Esa noche no pudo dormir pensando que quizá, algún día se le podía dar una buena.
El técnico del equipo, el mismo corpachón que por momentos parecía que se los comía, era tema aparte. Cada vez que había partido llegaba a la cancha con una bolsa con sanguchitos, hechos por su compañera, alfajores y un bidón de jugo. Y los días de visitante pasaba a buscar algunos pibes con su coche modelo “Destartalado”. Hasta tuvo que hacer de papá el día que Nahuel se accidentó y no se dejaba tocar por nadie. Se llamaba Salvador y hacía honor a su nombre.
Durante un partido apareció uno de esos personajes buscadores de talentos que tienen los clubes grandes. Esos que después los dejan librados a su suerte cuando los pibes viven en una pensión alejados de sus familias.
Había quedado sorprendido por lo bien que jugaba Diego y se lo transmitió a su técnico. A la semana los dos se presentaron en el club Lanús, para que se probara. No lo podía creer, cuando llegó a su casa hizo un bailecito alrededor de su mamá y después salió corriendo a contárselo a todos los pibes que sentados en hilera lo esperaban para festejar.
Después de unas cuantas prácticas, las cosas se complicaron porque a veces lo llevaba Salvador o podía viajar en colectivo, pero cuando hubo que empezar a pagar otras cosas, la esperanza se quebró y entonces volvió al club del barrio.
Al poco tiempo la Nati, su mamá, que venía con una tos media rara, a la que a veces se le sumaba la fiebre fue internada de urgencia en el Evita y al poco tiempo falleció.
Él y Brian su hermano menor quedaron al cuidado de Elvira, la abuela. De su viejo ni noticia, hacía tanto que los había abandonado que casi no se acordaba de la cara.
Como pudo terminó la primaria, pero, nadie más lo acompañó a los partidos. El paso del tiempo y la necesidad de ayudar económicamente a su abuela hicieron que guardara todas las ilusiones y los recuerdos tan profundamente que llegó a pensar que no le pertenecían.
Hasta se había olvidado de la voz de su mamá. Porque se encargó cada día después de su muerte, de tragarse las lágrimas y levantarse como hacía de pibe cuando alguien lo cruzaba y lo tiraba en un partido. Ni siquiera volvió a jugar amistosos en el barrio.
El ruido del encendedor que se había caído lo despabiló. En la penumbra, volvió a fijar la mirada en la foto de la pared. Imaginó todas las personas famosas que seguramente habría conocido Maradona, en todos los países y los clubes donde jugó y dirigió. En todas esas noticias y comentarios que siempre se escucharon sobre él.
Con la cabeza gacha, los codos apoyados sobre sus piernas abiertas, mientras jugaba con el encendedor entre sus dedos, asentía con la cabeza reiteradamente. Y sus labios empezaron a repetir lo que primero fue un susurro y después se convirtió en un grito de dolor y bronca: ¡Yo también nací acá como vos, Diego! ¡Yo también, quisiera estar para siempre con mi vieja!