Por Orlando Parrotta
Foto Augusto Campos
Más de una vez tuve que hacer asado en un día lluvioso de invierno. Esos días en que todo está húmedo: las ramitas, la hojarasca, hasta el mismo carbón. Sí, es lógico que después de una larga noche, fría y lluviosa, cueste encender el fuego, cueste que el carbón “agarre”.
A veces uno recurre a un bollo de papel y durante unos minutos se genera una llama y cierto calor alrededor de él, pero no es suficiente, es ilusorio, porque no tiene ni la duración ni la intensidad necesaria para quitar toda la humedad penetrada en los carbones.
Alguna vez, cuando ya estaba por resignarme, con bronca, a no comer asado o, con vergüenza, al bochorno de hacerlo al horno, recurrí a una ayuda extrema: una pastilla de encendido.
Claro que no siempre la tenemos a mano cuando la necesitamos y, por eso mantener el orgullo de prender el fuego para hacer asado “como corresponde a un asador que se precie”, uno trata de no utilizar esta poco tradicional manera de “hacer agarrar fuego” a esos adormecidos carbones.
Pero la verdad es incontrastable, esa pastilla tiene una energía acumulada que se libera al encenderla y que es suficiente en intensidad y duración como para evaporar la humedad arraigada en los carbones, calentarlos y finalmente encenderlos.
Ambas características, intensidad y duración, se componen en una cierta proporción que producen el efecto buscado: contagiar el fuego.
Si prolongamos su duración a costa de bajar la intensidad, no servirá, pero tampoco resultará lo contrario.
En síntesis, si la composición de la pastilla es la adecuada, cuando esta se extinga el fuego de los carbones será indetenible.
Está claro que el carbón a utilizar para hacer un “buen asado” debe ser de calidad, ellos también deben tener mucha energía acumulada, y aunque la humedad los haya enmohecidos, si provienen de buena leña, siempre será posible convertir esos insulsos carbones en ardientes brasas y así poder hacer un buen asado, ese que la mayoría de nuestro pueblo sabe hacer y disfrutar.
Brasas... Pueblo…
Esto vino a mi mente la noche posterior a aquel fatídico 27 de Octubre, al ver el inagotable desfile de jóvenes saludando a quien había tenido la pasión suficiente como para encenderlos después de una larga, fría y lluviosa noche que llevaba años.
Las lágrimas hacían brillar sus ojos como brasas, sus voces acongojadas gritaban “¡Gracias Néstor!”, los mismos ojos levantaban la mirada de fuego y las mismas voces se recomponían para bramar acaloradamente “¡Fuerza Compañera!”
Por fin amaneció y la pertinaz lluvia no consiguió apagar las brasas. ¡Ya no!
La postrer bocanada de vida no la dejó escapar allá en su querido Calafate (eso creímos, pero no fue
así) nos preparó un remate de actuación para muchos impensado, para otros tantos, deseado.
Nos despertó de una pesadilla proponiéndonos un sueño y sonriendo nos regaló su travesura final, donde él no sería el único protagonista. Guardó un último resto de energía y convertida en fuego la entregó a un efervescente río de jóvenes y no tan jóvenes.
Se apagó la apasionada llama, cumplió su cometido, terminó de encender los carbones que ahora son miles…millones de inquietantes brasas.
Nota al pie: El texto original fue escrito en Octubre de 2013. Siete años despues vuelve a transformarse en brasa, para mantener encendendida la memoria y recordar, una vez más, a Nestor.