¿Qué tanto de nosotrxs deja ver el rostro? ¿Realmente somos nuestro rostro?¿Podríamos afirmarnos sin la necesidad de estar pegados a él? ¿Es posible fisurar el orden de rostridad que nos han impuesto y encontrar allí líneas de fuga que permitan liberarnos de las significancias y totalizaciones de sentido a las que el rostro fue y es sometido?

El rostro además de ser producto de nuestro sistema, es una producción social.
Ancho rostro de mejillas blancas con el agujero negro de los ojos.
Nuestras sociedades tienen necesidad de producir rostro” (Gilles Deleuze)

El pensar de Rodolfo Kusch es siempre una invitación ontológica a hundirse en las profundidades de aquellas lineas que nos constituyen como latinoamericanxs. Sus reflexiones alrededor de encuentros con personajes de la puna y el altiplano abren siempre un universo de sentidos que enriquecen y potencian el pensamiento crítico.

Aquí, y en resonancia con las preguntas que abren éste pequeño epígrafe, compartimos “La niña de Ollantaytambo”, relato incorporado en su libro “Indios, porteños y dioses”. Sin más dejamos el texto, insistiendo al lector/a/e que suba abordo de la nave kusheana, llegue hasta el final y se entregue sin prejuicios a un pequeño viaje por el pensar de nuestra américa profunda.

La niña de Ollantaytambo

Suele dar pereza bajar del tren en Ollantaytambo e ir hasta sus ruinas, porque queda a mitad de distancia entre Cuzco y Machu Pichu. Sin embargo no nos arrepentimos, porque ahí pudimos recoger una linda experiencia humana.

El lugar había pertenecido a un personaje llamado Ollantay, que fue muy famoso por su rebelión contra el inca. Aún se conserva, aunque muy adulterada, una antigua obra de teatro que lo recuerda. Las ruinas son las de una antigua fortaleza a la cual se llega al cabo de una larga escalinata que cruza inmensos andenes, y bordea elevados despeñaderos, desde donde se lanzaba a los prisioneros para ajusticiarlos. Y sobre el borde de una plataforma hay una construcción como de un templo y, delante de ella, cuatro inmensas piedras con felinos esculpidos, de los cuales quedan muy borrosas huellas.

Pero cerca de las ruinas hay un antiguo pueblo incaico casi intacto, que es habitado hoy por peruanos.Y este pueblo segrega una banda de chiquillos con los cuales se inicia la historia que relataré a continuación.

Con esa banda tuvimos al principio serias dificultades. Primero se trataba de simples pedidos de “money, mister”, pero luego fueron palabrotas y hasta voló una que otra piedra. Nos costó iniciar el diálogo, pero al fin lo logramos. Cesaron las hostilidades y conseguimos que nos cantaran algunas canciones.

Pero en la banda había un integrante que nos facilitó la conexión. Se trataba de Julia, una niña desgreñada, andrajosa, descalza y sucia con un labio leporino, que tornaba sumamente desagradable su aspecto.

Esta niña nos conquistó. Nos seguía constantemente. Jugaba ante nosotros, se escondía y reaparecía a varios metros de distancia detrás de alguna construcción hasta que no hubo más remedio que conversar con ella. Luego nos traía piedras o plantas, o nos contaba alguna leyenda en un mal castellano y nos cantó algunas coplas en quecha. Entonces ya no nos resultó simpática, sino entrañable.

Le preguntamos por qué tenía el labio partido y nos contó que su madre, mientras estaba grávida, fue sorprendida en “las punas” por una tormenta, y los rayos ocasionaron la rotura de sus labios. Es ésta una creencia muy difundida, aun en nuestro medio.

Cuando nos íbamos a las ruinas le pedíamos a los chicos que nos la trajeran, y entonces recorríamos juntos las extensas construcciones con su consiguiente asesoramiento...

Pero llegó el momento de la partida. Nos despedimos. Julia no entendía bien por qué nos teníamos que ir, pero lo comprendió en silencio. Hubo alguna lágrima. Hubiéramos querido llevarla pero había muchos inconvenientes legales. Prometimos volver, y eso fue todo.

Nos fuimos de Ollantaytambo llevando dos experiencias. Por una parte el recuerdo de las soberbias ruinas de un rebelde que había enfrentado al inca y conmovido a todo un imperio, y cuya grandeza quedó cristalizada en tremendas construcciones, con esas magnificas piedras en grupos de cuatro, al borde del cerro; y por otro lado, una niña que sólo se concretaba a corretear entre las ruinas y se procuraba con la magia de su pureza, el afecto de los turistas, no obstante su rostro mutilado.

No sabíamos con exactitud qué era lo más importante. Las ruinas parecían muy significativas: representaban el esfuerzo del hombre en el pasado de América y daban una clara idea de cómo vivían los incas en su tiempo.

Pero qué convencional resulta decir esto. Las ruinas y la arqueología pertenecen al mundo sofisticado. En el mismo tono podriamos decir sin mas que Julia, por ejemplo, a los quince años iba a sufrir las consiguientes penurias a causa de su labio, y que hubiera sido importante hacerla operar en Buenos Aires para remediar su destino.

Con qué rara soberbia disponemos siempre de las cosas: por un lado cerramos la cuestión con un juicio arqueológico, y por el otro, con un juicio de belleza. ¿Pero siempre estamos tan seguros? No lo creo. Veamos por qué.

En Buenos Aires solemos huir del amigo que confiesa alguna intimidad, y lo encontramos pesado. Lo llamamos a esto confesión, pero para nuestros adentros pensamos en otra palabra porteña que carga con cierta agresividad, cierta violenta referencia a la soledad que acompaña esta entrega, esa palabra es el deschave.

Y no le huimos al amigo por lo que dice, sino porque su deschave es un vuelco tremendo de su intimidad hacia afuera, que rotura algo que juzgamos muy importante: el armado de uno mismo, esa apariencia y seguridad que todos debemos tener siempre.

Es eso mismo que nos hace poner el saco cada vez que salimos a la calle, o lo que nos lleva a planchar el pantalón cuando tenemos que ver a un director. El saco y el planchado nos arman nuestra apariencia. Y lo hacemos aún más consciente cuando prestamos la escalera a nuestros vecinos a fin de quedar bien con ellos, o publicamos cada cinco meses un tomito para que no nos olviden. Evidentemente armamos nuestro armado y tratamos de mantenerlo. Y ese armado se rotura con un deschave, decimos aquél se vino abajo o anda tirado. Qué rara insistencia en ver siempre como una construcción en la cual nunca debe producirse alguna resquebrajadura, para no perder la pinta, como decimos también. Y qué rara polaridad hay entre eso que hicimos nosotros y aquel volcán que puede estallar alguna vez y producir la fisura que nos desacredite ante el prójimo. Si hasta mantenemos con créditos, sacados en varias casas a la vez, nuestro armado, precisamente para simular por toda una eternidad si fuera necesario.

Es que siempre vemos las cosas como armadas. Y si no están armadas, las vemos desmoronadas, como una pared resquebrajada y sin pintar: sin pinta, como decimos. Así el bien es algo armado, el mal es algo desarmado. Y la belleza para nosotros también es algo armado, y la fealdad es lo desarmado.

Y las ruinas de Ollantaytambo nos parecen bellas precisamente porque se dan en la punta de un cerro, que es mucho más grande que nosotros. Cómo no verlo armado entonces, y por consiguiente bello. Además no nos es difícil imaginar la decena de piedras que le falta para advertir la suntuosidad de la construcción.

¿Y Julia? Sencillamente nos parece fea. Julia carece de armado, está en lo contrario, incluso condenada en vida, sin ningún margen para salvarse. Es sucia, desgreñada, harapienta y con el rostro maltrecho, en suma: es fea.

Sin embargo, corretea entre las ruinas y se hace querer por los turistas. Julia evidentemente nos fascina. ¿Por qué? ¿Será que tiene una libertad que nosotros no tenemos? ¿Qué libertad? Indudablemente la de andar entre las ruinas ¿Y nada más?

Y he aquí lo importante: lo que nos fascina de Julia es que ella se ha liberado de su propia cara. Tiene algo así como un centro en torno al cual gira: y de un lado anda ella cantando en quechua y haciéndose querer, y por el otro lado anda su cara.

¿Y nosotros tenemos ese centro? No. Estamos pegados a la cara, arreglándola con afeites, remendándola para renovar mes a mes nuestra apariencia. ¿Tendremos miedo en el fondo a ser monstruosos? Entonces, si fuera así nos urge preguntar ¿Se puede tener el labio maltrecho y ser hermoso igual?

Pero esto es ya camino a la santidad. ¡Santifica en cierto modo encontrar belleza adentro y no afuera! Y eso ya es nacer de vuelta. ¿Y no es esa la natividad? ¿Conocemos su sentido?

¿Quien de nosotros puede afirmar que ha nacido interiormente, eso de estar caminando al lado de su cara, como si hubiera renacido como un niño, pero con esa sospecha de que nunca crecerá, de que siempre habrá de corretear pero no entre las ruinas del soberbio Ollantay, sino entre las propias ruinas, esas que montamos y remendamos con crédito?

Realmente ¿Será difícil tener el rostro maltrecho y sin embargo gritar a voz en cuello: “También debo vivir”? Es lo que hacía Julia. De ahí sacaba la magia para hacerse querer por los turistas. Ella había conseguido el nacimiento: ese de ser hermosa, aunque tuviera el labio maltrecho.