por Adriana Zambrini
Somos una mezcla de devenires acallados e interrumpidos, que encuentran en la chichería kuschiana la posibilidad abierta de no perder el sueño. Latinoamérica es una realidad de mezclas desencontradas, que han perdido sus nombres fundantes y se nombra a sí misma en un hibrido de fuerzas indias, negras y blancas. Rodolfo Kusch la piensa como un estar-siendo, una apuesta descortés con el ser del blanco, que al haber perdido su estar, prioriza la seguridad del ser.
La preeminencia de la identidad de clase, de origen, de pensamiento, de creencias y deseos, que llegan -para quedarse- desde la europa cristiana hace cinco siglos, trae a un sujeto que habiendo perdido su devenir blanco, apuesta al interés de la razón. Una razón cómodamente fascinable con la abundancia de una tierra prodigiosa en objetos sacros que inmediatamente acoplan a un interés incipiente de economía acumulativa.
Este primer desencuentro lleva a una incomprensión primordial que aún perdura en nosotros, ese nosotros que es expresión de una mezcla india-afro-europea.
Entre el cielo y la tierra. Devenir indio, devenir negro
Un devenir indio que es un estar- siendo tierra, donde el hacer responde a la necesidad del es, pero dentro de lo ya dado en el estar, en lo impensable. Un estar difícil de habitar si se ha perdido o acallado el silencio y lo sacro del paisaje. Lo sacro como lo impensable, donde las diferencias no se oponen, lo pre-óntico del estar. Es allí donde nos espera la alteridad, lo otro que nos salva de la angustia fáctica de la existencia. Ese otro del devenir nunca interrumpido y que se instala con la fuerza de lo que insiste.
Un estar en un suelo de geografía intensiva, suelo de vibraciones de lo inconmensurable, que nos convoca a una vida como posibilidad nunca determinada definitivamente.
Otro devenir también nos constituye: la negritud, sobretodo en la américa caribe. El negro migrante por excelencia a lo largo de su historia, llega amarrado a los barcos y a sus recuerdos. Lo negro es ritmo, música de lucha, cuerpos camuflados ante el blanco, que danzan su rebeldía.
Esta constituye un juego puro de lo indeterminado y lo determinado; de las fuerzas ancestrales de la tierra con sus creencias y deseos junto a las normas y valores que nos llegan desde el cielo, desde arriba. Un cielo que dejó de poblarse de dioses y se estrió en mandamientos, normas y leyes que quieren gobernar nuestro pensamiento y nuestras maneras de sentir y estar. Un eficaz proceso de colonización de la tierra, los cuerpos y el espíritu.
Aquel indio que no ha perdido su devenir, se cobija en el estar de la comunidad de sus pares y de su aldea. Podrá ser un buen peón de campo o un obrero de los suburbios, pero se recupera en sus ritos, sus cantos, sus comidas, sus ceremonias que siempre son con otros, entre otros. Ellos guardan en silencio un arma potente que les permite afirmarse en la negación: el resentimiento del pueblo.
El resentimiento como arma de lucha colectiva
Un resentimiento muy diferente del resentimiento blanco, quien por el contrario vive este sentimiento con la impotencia que da la certeza personal de que el mundo algo le debe. Desde allí se otorga el derecho a ser cruel, exigir y envidiar todo lo que otro tenga o sea. Es el resentimiento del ser que en su eterna precariedad, busca desesperadamente la falsa seguridad que cree merecer y que se la robaron. El blanco que perdió su estar vive en la ignorancia angustiosa de querer nombrar y poseer los espejitos de colores de un poder siempre añorado por un yo, que se parió a sí mismo insatisfecho. Es así como también nos llegan de arriba las neurosis, han cruzado el océano para seducirnos con un modo de ser que invade el suelo con palabras, ideas, conocimientos y laberintos bulliciosos. No saben hacer silencio, han perdido el ritmo sonoro de la naturaleza.
Este resentimiento de clase media que busca afirmarse e imponer su orden a las cosas, se enfrenta en Latinoamérica con un resentimiento no de la impotencia, sino de la potencia que se afirma a través del “no”. Dos modos del resentimiento, uno basado en el poder de dominio y el otro resentimiento que se afirma en su deseo de libertad. El pueblo que no se hizo blanco, le dice no a todo aquello que viene del cielo cristiano, “no” a todo lo que se quiere imponer por sobre sus hábitos , creencias, deseos y organización social. Kusch dice que lo hacen por eso de “ya van a saber quiénes somos”.
Un resentimiento como arma de lucha colectiva y no un resentimiento personal, individual que reclama más para sí la satisfacción de sus intereses. Un resentimiento que no se pregunta ¿por qué a mí?, sino que por el contrario afirma un “Es así”, no de resignación, sino como expresión de una apertura a lo acontecimental que hace del ser un gerundio, un siendo, sin garantías ni certezas, que se abre a la vida como posibilidad dinámica. Surge así un es que prioriza el movimiento de su naturaleza por sobre la efectuación fija de una identidad. Latinoamérica es en sus creencias y habitualidades un modo de ser acontecimental.
La potencia de lo americano. La rebeldía del silencio y la rebeldía del canto
Devenir indio y devenir negro, la rebeldía del silencio y la rebeldía del canto. Dos suelos que los liga junto al poder y la firmeza de un “no” que no claudica a través de los años. Entre ellos se ha ido logrando un contrapunto de variaciones existenciales de alta tonalidad que emerge en los momentos potentes del proyecto Americano.
El indio, el negro y el blanco que no ha perdido su devenir latinoamericano: el criollo, el mestizo, el descendiente de europeo que hizo suelo, componen hoy la fuerza viva de un juego existencial que se resiste a la inversión de los términos. Se niegan a cambiar el orden del estar siendo por el ser del estar, una negación ontológica que es un desafío.